La Orilla

Debo confesar que la orilla fue siempre mi lugar favorito, allĂ­ encontraba las conchitas, los caracoles marinos, las patas de cangrejo, las estrellas de mar y las hermosas plumas de pelĂ­canos y gaviotas .Todas estas cosas eran para mĂ­ un hermoso tesoro que guardaba celosamente al llegar a casa.

Solía sentarme horas jugando en la arena, aveces con el inquieto muy-muy y otras persiguiendo a las escurridizas arañas de mar, hice mil intentos por alcanzar una, pero sin resultados, cientos de hoyitos profundos les servían de escondite.

Cuando las olas eran mansas, me aventuraba un poco más allá, donde el agua llegaba hasta mi cintura, allí estaban las machas y maruchas. En esa época habían gran cantidad, podías caminar por la arena y sentirlas bajo tus pies. Mi padre provisto de una red, se zambullía y escarbaba en la arena para extraerlas. El sabia que llegando a casa mi mamá le cocinaría un riquísimo arroz con machas y una sustanciosa sopa de muy muy.

Mientras jugaba con la espuma del mar y las conchitas que me regalaban las olas, podía ver a mi padre nadando mar adentro y un poco más allá, bajo su atenta mirada, estaba mi hermano flotando sobre una cámara de llanta de camión, previamente amarrada a una roca que le servia de ancla.

En las playas furiosas, las olas avanzaban hacia mi empujándome con fuerza, recuerdo a mi padre diciĂ©ndome: ¡Ponte de costado, si te colocas de frente... el mar te botará, coloca un pie adelante y el otro atrás, asĂ­ cortaras la ola!.

Y como era de esperar a mi me daba miedo este tipo de playas, cuando la ola se retiraba, jalaba fuerte y se llevaba todo lo que podía, desde la orilla hacia sus entrañas. Así perdí algunos de mis juguetes, pero el mar me dejaba siempre algo a cambio, un conchita o un caracolito extraño. Lo que me parecía un excelente trueque.

Cuando caĂ­a la tarde y era la hora de regresar al hogar, veĂ­a con cierta tristeza como el mar desaparecĂ­a entre los cerros y las casas de la costa. Roja como un camarĂłn sabĂ­a que esa noche, el dolor no me dejarĂ­a dormir, pero eso ya no importaba, rodajas de tomate me esperaban en casa para aliviar mis quemaduras.



El dĂ­a habĂ­a sido hermoso y lo recordarĂ­a por siempre.

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